Según cuenta Graham Greene en sus memorias
(“Vías de escape”) la única
intención que tenían él, como guionista, y Carol Reed, como director, cuando
gestaron “El tercer hombre” (1949) fue “entretenerlo (al público), asustarlo un poco, incluso hacerle reír”.
Partiendo de tan modestas intenciones,
lograron una obra maestra. ¿Cómo lo consiguieron? Evidentemente, por la
confluencia de diversos factores.
En primer lugar de un gran guion, cuyo
embrión fue redactado por Graham Greene, en el reverso de un sobre, mucho antes
de que el productor Alexander Korda le pidiera el guion para una película.
Greene había escrito un simple párrafo, con la idea de desarrollarlo, quizás,
en un futuro: “Me había despedido para
siempre de Harry una semana antes, cuando su ataúd descendió en la helada
tierra de febrero, de manera que no di crédito a mis ojos cuando le vi pasar,
sin el menor indicio de que me reconociera, entre la multitud de extraños del
Strand”.
Korda deseaba una película sobre la
ocupación de Viena tras la Segunda Guerra Mundial por las cuatro potencias
aliadas: Rusia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Respetando ese
escenario, no tenía inconveniente en que Greene desarrollara la historia de
Harry.
Pero Greene tenía su particular modo de
trabajar: “Siempre me ha sido imposible
escribir un guion cinematográfico sin antes escribir un relato. Una película
depende de algo más que el argumento: depende de un determinado grado de
caracterización, del estado de ánimo y la atmósfera… imposibles de obtener en
la neutra taquigrafía de un guion convencional…”
Por ello, aunque sin intención de publicarla,
Greene escribió una novela; y sobre esa base, él y Carol Reed trabajaron
intensamente para convertirla en el guion. Sobre ese proceso de transformación Greene
dijo: “Nadie participó de aquellas
reuniones (de autor y director)… El
lector descubrirá muchas diferencias entre el relato y el film, y no debe
imaginar que tales cambios fueron impuestos a un autor reticente: créase o no,
fue el autor mismo quien los sugirió. A decir verdad, la película es mejor que
el relato, porque en este caso es la versión final del relato”
Curiosamente, las palabras del escritor destilan
un cierto tono reivindicativo, incluso defensivo, que quizás se entienda mejor
después de hablar de otro de los pilares sobre los que se sustentó el éxito de
El tercer hombre: el reparto.
El norteamericano Joseph Cotten, tan gran
actor siempre, fue el perfecto Holly Martins, el mediocre escritor que acude a Viena llamado por su
amigo Harry Lime, y al llegar a la ciudad se encuentra, sucesivamente, que
Harry ha muerto, que era un estraperlista involucrado en el más infame tráfico
y, tras enamorarse de Anna, la amante de Harry, que Harry vive y él ha de decir
si mantener, o no, su lealtad al amigo de la infancia.
Magníficas fueron también las
interpretaciones de la italiana Alida Valli, como Anna Smichdt, y,
especialmente, del británico Trevor Howard, como el mayor Calloway, al que
Graham Greene dedicó el mayor elogio posible: “… el coronel Calloway... siempre posee ahora en mi mente los rasgos de
Trevor Howard”.
Sin embargo, a pesar de la brillantez de
los actores mencionados, "El tercer hombre" está ligado, por encima
de cualquier otro, al nombre de quien aparece poco más de diez minutos en
pantalla: Orson Welles. El que la mayoría del público, y muchos críticos,
consideraran a Welles como el artífice fundamental del éxito de la película, y
no sólo como actor, fue seguramente lo que obligó a Greene a reivindicar su
trabajo y el de Reed.
En cuanto a su actuación es, sin duda,
magnífica; consigue que el Harry cinematográfico sea mucho más atractivo, en
su ambigüedad moral, que el literario,
más plano en su maldad. Cínico pero
encantador, despiadado pero simpático, Harry Lime es para siempre Orson Welles.
Pero ¿hasta dónde llegó la influencia de
Welles en otros aspectos? ¿Fue realmente tanta y tan importante? El mismo
Welles contribuyó a la polémica; por ejemplo, en una entrevista que André Bazin
(uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma) le realizó en París el 27 de junio
de 1958 (está entrevista figura íntegra en el libro que Bazin le dedicó a Orson
Welles):
—Pensamos que hay algunas secuencias (de El
tercer hombre) que ha dirigido usted completamente, por ejemplo, aquella
delante de la Gran Rueda.
—Dirigir es una palabra que debo explicar.
Todo el problema estriba en saber quién va a tomar la iniciativa. Primero, no
quiero dar la impresión de ocupar el puesto de Carol Reed; segundo, es, sin
lugar a dudas, un director muy competente; tercero, nos parecemos en lo
siguiente: si algo se produce en el plato, si alguien hace un descubrimiento,
Reed opta por eclipsarse ante el autor de esta nueva idea; le entusiasma ver
que algo se está creando y no pone el más mínimo obstáculo a ello como
demasiados realizadores mediocres suelen hacer. Pero es delicado hablar de este
filme: he sido muy discreto y me molesta ahora… Todo lo que puedo decirles es
que he escrito enteramente el papel de Harry Lime. No soy el autor del gag del
cucú: lo he tomado de una pieza húngara.
—Hay tan gran parentesco entre Harry
y sus otros personajes…
—Como les he dicho, he escrito todo lo referente a ese personaje, lo he creado totalmente: era más que un simple papel para mí. Harry Lime forma evidentemente parte de mi obra…
Lo cierto es que Welles no escribió
"todo" lo referente al personaje de Harry Lime. Es cierto que a él se
debe el famosísimo párrafo del cuco, con el que Harry Lime pone al descubierto
su implacable cinismo: “En Italia, en 30
años de dominación de los Borgia hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero
surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor
y fraternidad, 500 años de democracia y paz y ¿que tenemos? El reloj de cuco. ”
Pero el resto de la secuencia de la Rueda
de la Fortuna del Prater, clímax de la película, ya estaba en el relato de
Greene. Y el cinismo de Harry ya se mostraba descarnado en estas palabras,
originales de Greene, que Harry le dirige a Holly en
la cabina de la noria:
“Mira
ahí abajo –prosiguió señalando a través de la ventana a la gente que se movía
como moscas negras en la base de la noria. ¿De verdad podrías sentir lástima si
una de esas manchas dejara de moverse para siempre? Hombre, si te dijera que
podías conseguir veinte mil libras por cada mancha que se detuviera, ¿de verdad
me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de
cuántas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye.
Libres de impuestos.
–¿Cuánto
ganas al año con tus novelas del Oeste?
–Mil.
–Antes
de los impuestos. Yo gano treinta mil netas. Es la moda. Hombre, en estos
tiempos nadie piensa en los seres humanos. Si no lo hacen los gobiernos, ¿por
qué vamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo
de primos. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo también.”
El que Greene, siempre sometido a
dolorosas dudas sobre la calidad de su trabajo, estaba furioso con la actitud de Orson Welles se
evidencia en que en el prólogo de El
tercer hombre, cuando finalmente permitió que se publicara la novela, hacía
la siguiente breve mención "Incidentalmente,
las populares líneas sobre los relojes de cucó fueron escritas por Mister
Welles mismo”. Sin embargo este escueto reconocimiento desapareció ya en
1980, cuando publicó “Vías de escape”,
a pesar de que estas memorias recogen y amplían el prólogo mencionado. Para
entonces Greene ya debía de estar muy harto de que se le atribuyeran los
méritos de su creación a Orson Welles.
Quizás, intentando ser justos con ambos,
podría decirse que Greene modelo la arcilla que dio forma de Harry Lime, en la
que ya estaba la esencia del personaje, y Welles, asumiendo el papel de
Demiurgo que tanto le gustaba, le insufló vida: la cínica sonrisa que aparece
en el rostro de Harry, iluminado entre sombras, en su primera aparición; sus dedos
retorcidos aferrándose a la vida; el gesto, apenas perceptible, con el que
alienta a Holly para que culmine su traición… Porque hasta el final, Harry Lime,
como Orson Welles en la vida real, quiere manejarlo todo.
Y en cuanto a las evidentes influencias
que se pueden rastrear en El tercer
hombre del Welles director: la utilización de la profundidad de fondo
(Harry acercándose en El Prater a Holly; Anna caminando por el cementerio…), del
juego de luces y sombras, de los ángulos bajos de la cámara… Es verdad que todo
está ya en Ciudadano Kane… Pero también
lo es que Orson Welles debía mucho de sus logros a su admirados John Ford (de quien, antes de rodar Ciudadano Kane, había visto 45 veces en un mes La diligencia) y Jean Renoir (ambos pioneros en utilizar la
composición en profundidad y los planos secuencia), así como al expresionismo
alemán en el uso de luces y sombras y en la utilización de violentos encuadres
inclinados.
Pero también es innegable la influencia
del Neorrealismo italiano y, a través de éste, del naturalismo del cine francés de entreguerras.
El impacto que había causado el estreno en 1945 de Roma, ciudad abierta, de Rossellini, se palpa en la película de
Carol Reed.
Porque ese fue el gran talento de Reed,
secundado por Robert Krasker, excelente director de fotografía: recoger y amoldar
a sus intereses las innovaciones cinematográficas que se habían sucedido desde
la Primera Guerra Mundial para dotar a su película de verdadera originalidad. Incluso
tuvo el acierto, y la capacidad, de aligerar la dureza de la historia con algún
momento de genuino "humor inglés" a cargo de Holly y Mr. Crabbin
(gran actuación de Wilfrid Hyde-White), el encargado de las Relaciones
Culturales Británicas, que confunde a Holly con un escritor de culto.
Y de Reed fue también el mérito del final
impecable que impuso contra los deseos de Greene, que había finalizado el
relato original de una manera mucho más débil y ambigua porque “…temía
que pocas personas permanecerían en sus butacas durante la larga secuencia en
que la muchacha va desde el borde de la tumba hacia Holly… Yo no había otorgado
suficiente crédito a la destreza de Reed como director y en esta etapa, por
supuesto ninguno de los dos preveía que él habría de descubrir a Anton Karas,
el citarista.”
Ese fue otro de los grandes méritos de
Reed: la elección de la banda sonora. Apostó por un citarista totalmente
desconocido al que casualmente había escuchado en una taberna vienesa, Anton
Karas, músico pobre que se había especializado en la cítara porque, aunque
hubiera deseado tocar el órgano, sólo pudo acceder a una cítara encontrada en
un desván familiar. La melodía, cadenciosa y muy pegadiza, se convirtió en otro
de los grandes protagonistas de la película.
Casi 70 años después de su estreno, Anton Karas, con su música inolvidable, cual moderno flautista de Hamelín, nos sigue llamando una y otra vez a ver la película, con la seguridad de que cada vez la disfrutaremos más y apreciaremos nuevos logros de los muchos que, de una u otra manera, la convirtieron en una obra maestra.
Yolanda Noir
No hay comentarios:
Publicar un comentario