viernes, 23 de febrero de 2018

Yo creo en ti


Las causas perdidas son las únicas por las que vale la pena luchar.

Esta frase, pronunciada por James Stewart en Caballero sin espada (1939), de Frank Capra, bien podría ser el resumen de Yo creo en ti (Call Northside 777),  de 1948, película dirigida por Henry Hathaway.


Precisamente, Stewart interpreta en ella a un periodista que lucha por una causa perdida, la de Frank Wiecek, un hombre que lleva once años en prisión, tras haber sido condenado a 99 años de cárcel por haber asesinado, en 1932, en Chicago, a un policía en un despacho de licor clandestino durante la  época de la ley seca. Fueron unos años muy violentos, especialmente en Chicago, con constantes asesinatos de agentes de la ley, a los que la Policía respondía con métodos igualmente expeditivos.

James Stewart, en el papel del periodista Jim McNeal, recibe la orden del redactor jefe de su periódico, el Chicago Times, de investigar quién ha encargado la publicación de un anuncio ofreciendo una recompensa de 5.000 dólares a cualquiera que pueda ofrecer alguna pista sobre el verdadero asesino.

La postura inicial de McNeal es la de limitarse a buscar el lado sentimental de la noticia: ¿quién ha puesto el anuncio y por qué? Y encuentra a una madre desesperada que lleva años trabajando de fregona y ahorrando cada centavo, privándose incluso de comer, para intentar ayudar al hijo al que cree inocente.

A pesar de conmoverse ante la lucha y la fe de la pobre mujer, McNeal se mantiene firme en su consideración de que Frank Wiecek sólo está recibiendo lo que se merece. Pero, impulsado por su jefe, tendrá que continuar la investigación y, entonces,  las nuevas pruebas que hallará le harán cambiar paulatinamente de opinión.
Ese es uno de los grandes logros de la película:  la forma en que muestra el cambio gradual en la  actitud del periodista,  desde la fría indiferencia profesional a la total implicación en una causa que cree justa. En ese camino, su conciencia profesional se verá azuzada por los obstáculos que, desde diferentes frentes, le irán poniendo.

Era un papel perfecto para James Stewart y el actor consiguió aprovecharlo al máximo. Para cuando hizo esta película, Stewart ya era una figura que había triunfado en películas como Vive como quieras (1938) y Caballero sin espada (1939), ambas de Frank Capra, El bazar de las sorpresas (1940), de Ernst Lubitsch, e Historias de Filadelfia (1940), de George Cukor, por la que consiguió el Óscar al mejor actor.

Tras el parón de la guerra (en la que participó como piloto de bombardero, a pesar de las presiones que recibió para quedarse en la retaguardia) se había reincorporado al cine con el maravilloso papel de ¡Qué bello es vivir!; sin embargo, después de esa película ya no había logrado ningún gran éxito. Por ello buscaba papeles a su medida, y eso encontró en dos películas que se estrenarían en 1948: Yo creo en ti, en Henry Hathaway y La soga, de Alfred Hitchcock.
Del colérico y tiránico Henry Hathaway, que se atenía al código de que “Para ser un buen director hay que ser un hijo de puta. Yo soy un hijo de puta y lo sé", se suele decir que era un gran artesano especializado en cine de aventuras  y western. En realidad, fue un gran “contador” de historias que se guiaba por dos principios fundamentales: que el espectador participase de la historia y que sus personajes actuarán guiados por un código ético, aunque fuera peculiar (como por ejemplo el alguacil Cogburn, magnífico John Wayne, de  Valor de ley).

Pero además del cine de aventuras y del Oeste, Hathaway también fue un importe director de cine Noir, en el que destacó por el carácter realista, cercano al documental, que dio a sus películas. Esta característica ya estaba presente  en La casa de la calle 92 (1945) y en El beso de la muerte (1947), comentada aquí anteriormente, y es también una de las cualidades  fundamentales de Yo creo en ti.

Ese afán documentalista se evidencia sobre todo en el principio de la película, cuando una voz en off nos explica que la historia se basa en hechos reales (cambiando el nombre de los personajes implicados) y que, en la medida de lo posible, se ha rodado también en los escenarios reales. Esa misma voz pasa luego a relatar los sucesos que dieron lugar al asesinato del policía Bundy y la posterior detención de Frank Wiecek, como uno de los dos culpables. A partir de ahí, el narrador callará hasta casi el final de la película.
Sobre esa pretensión de realismo en el cine negro de Hathaway, Carlos F. Heredero y Antonio Santamaría, en su obra El cine negro. Maduración y crisis de la escritura clásica, señalan:

“Esta especie de documentalismo sobre los métodos policiales tiene sus orígenes en la confluencia de varios factores que operan en una dirección convergente. En primer lugar, la herencia documental que deja impresa sobre el cine y sobre la sociedad americana los noticiarios de guerra de la etapa anterior. Después, la necesidad de rodar en escenarios naturales como respuesta frente a las limitaciones económicas para la construcción de decorados derivadas de la inmediata posguerra y, finalmente, en un papel menos relevante de los que se ha dado a entender en ocasiones, el eco sordo y muy atenuado que llega hasta Hollywood del primer neorrealismo italiano a través de títulos como Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) o Paisà (1946)”.

Sea como sea, lo cierto es que el deseo de veracidad y el gusto por rodar en exteriores fue una constante en la obra de Henry Hathaway.

En el caso concreto de Yo creo en ti, el anhelo realista está muy bien afianzado por la magnífica fotografía en blanco y negro de Joseph MacDonald y por su utilización del juego de luces y sombras, con mayor incidencia del claroscuro  en escenas como las de la prisión o en la dramática entrevista de McNeal con Wanda, la testigo perjura; es decir, en los momentos de mayor tensión de la historia.

MacDonald fue uno de los grandes directores de fotografía del Hollywood dorado y muchos de los más importantes realizadores del momento lograron grandes películas con su colaboración: John Ford en Pasión de los fuertes (1946); Elia Kazan en ¡Viva Zapata! (1952) o Pánico en las calles (1950); varias de Edward Dmytryk, como Lanza rota (1954) o El baile de los malditos (1958) por la que MacDonald  fue nominado al Óscar, etc. Con Henry Hathaway  volvería a trabajar en Niágara (1953).

Dentro de ese deseo constante de veracidad que impera en Yo creo en ti, es especialmente interesante el momento en que Wiecek se somete al detector de mentiras, porque quien realiza la prueba es, en un curioso cameo, el inventor real del aparato: Leonarde Keeler, miembro del Departamento de Policía de Berkeley (California). Keeler, actúa, además, con sorprendente naturalidad; por ello, y por lo bien que transmite  Richard Conte la angustia de su personaje en semejante trance, son especialmente destacables estas escenas.
Y también es interesante la visión, prácticamente documentalista, del funcionamiento de un periódico en los años cuarenta, del barrio polaco de Chicago, del mundo carcelario…


Otro gran mérito de esta película es el de las estupendas interpretaciones de los actores que acompañan a James Stewart: Richard Conte, Lee J. Cobb, Kasia Orzazewski y Helen Walker.

Richard Conte interpreta muy bien a Frank Wiecek, el joven delincuente en libertad provisional al que su pasado le convierte en  víctima propiciatoria de un delito que no ha cometido. Conte fue actor habitual en el cine negro hasta la decadencia del género en los años sesenta; aun así, Conte siguió en activo, con desigual suerte, hasta que al final de su carrera logró uno de sus mayores éxitos interpretando a Don Barzini en El padrino (1972).
Lee J. Cobb también hace una  buena actuación  como redactor jefe que impulsa la investigación de McNeal. Cobb fue uno de esos grandísimos secundarios de lujo de la época dorada de Hollywood que mejoraban cualquier película en la que participaban. Desde su debut en el cine en 1934 hasta su prematura muerte en 1976, intervino en innumerables películas (con  James Stewart y Henry Hathaway volvería a trabajar en 1962  el La conquista del Oeste. Llegó a ser nominado en dos ocasiones al Óscar al mejor actor de reparto; una de ellas por su trabajo en la Ley del silencio, en el mismo año, 1953, en que compareció ante la comisión del senador Joseph McCarthy, donde delató a numerosos compañeros (al contrario que James Stewart, republicano y patriota convencido, que despreció la petición de  John Edgar Hoover, director del FBI, de denunciar a compañeros de profesión sospechosos de simpatías comunistas).
Y es de justicia reconocer el gran trabajo de la actriz de origen polaco, el mismo que el de la mujer que interpreta en la película,  Kasia Orzazewski,  la conmovedora Tillie Wiecek, la madre dispuesta a pasar su vida trabajando duramente para demostrar la inocencia de su hijo. En el primer encuentro entre la mujer, de rodillas fregando, y el periodista, la pobre madre ya demuestra toda su dignidad y coraje, que ganan por completo el corazón del espectador, al responder a la pregunta de McNeal sobre el origen de la recompensa que ofrece: “Yo trabajo. Friego suelos. En 11 años no he falté ni un solo día al trabajo. Lo gané hasta el último penique”. Es esa feroz determinación de una madre la que da título a la versión española (el título original, Call Northside 777, obedece al número telefónico que aparece en el anuncio en el que la mujer ofrece la recompensa a cambio de una pista para la absolución de su hijo).
Y Helen Walker como la esposa solicita de Jim McNeal, a cuyo sensato consejo recurre el periodista en sus peores momentos de duda, como pone de manifiesto la ingeniosa conversación de doble sentido que mantiene el matrimonio ante un puzle:
Jim McNeal: Quizás podamos solucionarlo juntos.
Sra. McNeal: ¿Qué pasa? ¿No encajan las piezas?
Jim McNeal: Sí, pero forman un tema equivocado.
Sra. McNeal: Las piezas no pueden hacerlo. Quizá tengan un enfoque equivocado.
Jim McNeal: Es difícil captar la imagen.

Betty Garde como la testigo perjura Wanda Skutnik, y otro conocidísimo y genial secundario, John McIntire, en un breve pero eficaz papel de fiscal interesado en que la investigación de McNeal no prospere, completan el perfecto reparto.

Yo creo en ti es una buena película y parece justo recuperarla, tanto por sus propios méritos como porque hace no mucho comentábamos una película, El gran carnaval, de Billy Wilder, dedicada a los aspectos más negativos de la prensa. Yo creo en ti equilibra la balanza, al reflejar la otra cara del periodismo: el que lucha por esclarecer los hechos turbios y controlar a los poderes públicos en bien de los ciudadanos. Y si bien Jim McNeal inicialmente, cuando todavía considera culpable a  Frank Wiecek, muestra un cierto cinismo, plasmado en la frase  que dirige a Frank  en la cárcel, “El público lo que quiere es emoción… Déjelo en mis manos”, lo que media entre él y el Charles Tatum, el periodista sin escrúpulos de El gran carnaval, interpretado por Kirk Douglas, es el abismo que separa a un hombre en busca de la verdad y la justicia y otro dispuesto falsear ambas  por lograr una noticia.
En definitiva, Yo creo en ti merece ser rescatada del olvido porque tiene una buena historia muy bien contada, a pesar de algunas concesiones finales al efectismo, y muy bien interpretada. Y porque, aunque no sea su mejor película, es un buen homenaje al que, además de ser uno de los mejores actores que el cine nos ha dado, fue, en la pantalla y en la vida real, un hombre íntegro: James Stewart.


Yolanda Noir

 

3 comentarios:

Mona Jacinta dijo...

Pues no conocía esta película, pero queda anotada. Ya necesito dos años sabáticos: uno para leer y otro para ver películas.

Juli Gan dijo...

No la conocía. La he de ver. Lee J. Cobb, por cierto, muy hábil colando su verdadero apellido "Yéicob", ya que era Jacob, pero sonaba demasiado étnico para una sociedad antisemita como aquella, tuvo un papel estupendo en la trabajosa "doce hombres sin piedad", que también habla de la posible inocencia de un perdedor al que pueden condenar injustamente. Y hablando de eso, me han venido a la cabeza, según leía pelis como "Falso culpable" con un Henry Fonda tomado por culpable o el "¡quiero vivir!" donde Susan Hayward lleva la angustia de ser condenada a la cámara de gas de una manera muy fea, y encima está basado en un hecho real. Me la apunto. Gracias por hablar de ella.

Yolanda Noir dijo...

Gran verdad, Mona, que la vida no nos da para tantas películas y libros buenos como, afortunadamente, hay; pero iremos haciendo lo que podamos con el tiempo que tenemos.
Gracias a ti, Juli. Doce hombres sin piedad me gusta mucho; y casi más que la estupenda película de Lumet, un Estudio 1 que protagonizaron grandes actores españoles de la época (1973): Bódalo, Rodero, Lemos, Prendes, Merlo... Y también Falso culpable. He visto también ¡Quiero vivir!, pero me parece angustiosa.
No sabía el origen de J. Cobb. Ingeniosa manera de sortear los prejuicios.