Este artículo fue anteriormente publicado en la revista Calibre.38.
La reciente historia de la corrupción político-empresarial en España nos ha llenado páginas y páginas de periódicos y horas y horas de informativos o pseudoinformativos televisivos, pero sorprendentemente, salvo brillantes excepciones (y me estoy acordando ahora de Rafael Chirbes, de sus más que dignas adaptaciones televisivas y del filme “B”), se ha extendido bastante menos por la ficción. Y digo sorprendentemente porque, desde luego, le sobran ingredientes literarios y cinematográficos, en toda la gama del gris oscuro al negro, para cocinar con ellos infinitas tramas.
La trama es precisamente lo más deslumbrante de esta película, El reino, en dura pugna con a soberbia labor de actrices y actores. El guion (de Isabel Peña y el propio Sorogoyen, el dire) es tan sólido que sus dos horitas redondas se pasan en un sinsentir y los diálogos fluyen tan ligeros y frescos como si los intérpretes los improvisaran al momento.
En la historia reconocemos una y otra vez ecos y pinceladas de las bonitos asuntos de corrupción que en los últimos años han saltado de Madrid a Valencia y de Valencia a Madrid (esos son los escenarios principales de El reino, con una excursioncita, cómo no, a Andorra, y constantes referencias a Suiza y China) y disfrutamos de sutiles toques grotescos, a lo El lobo de Wall Street, pero más contenidos. Añadido a esto que ciertas escenas de tensión y suspense me han traído a la cabeza Infiltrados, se me ocurre que, si quisiera yo un título o subtítulo petardo para esta reseña, podría escribir algo así como “¿Es Sorogoyen el Scorsese español?”. En fin, ambos apellidos empiezan por ese; si obvianos la ese líquida, ambos tienen cuatro sílabas… Vale, vale, ahí lo dejo.
Ya he dicho que los actores y actrices están sublimes y quiero ahondar en ello. No solo encandilan los protagonistas (Antonio de la Torre y Josep María Pou), sino que también los secundarios (Ana Wagener y David Lorente, por ejemplo) están a mucha mucha altura. Gran parte de ellos son actores y actrices desconocidos para el gran público, de edad madura y físico anodino, muy alejados del estereotipo de Hollywood y bastante más cercanos a los castings europeos. Poco glamur, pues, por ese lado, si exceptuamos los trajes pegaditos de Antonio de la Torre, al estilo Daniel-Bond-Craig, que también es europeo.
La peli está repleta de diálogos antológicos con mucho primer plano y escenas memorables. Yo me voy a quedar con dos, ambas protagonizadas solamente por Antonio de la Torre y Bárbara Lennie, en la ficción político corrupto y estrella del periodismo televisivo, cual contrincantes que se baten en duelo por demostrar quién de los dos es más poderoso, quién va a acabar con quién.
La primera escena de ambos tiene lugar en una habitación de hotel, confortable pero desalmada, en la que apenas deja más espacio una cama vacía y enorme, un amplio espacio de encuentro y de lucha, en el que se abrazan y se arañan los corruptos y los medios.
Esa cama, que es cama y es también ring de boxeo, se amplifica y anticipa la segunda (y última) escena de ambos, esta vez en un plató de televisión.
Ahí se materializa de nuevo su relación tóxica y agresiva, de mutua dependencia, de verdadero amor-odio, y empieza a tomar cuerpo esa fantasía colectiva y casi sexual de que alguien, de una maldita vez por todas, tome aire, reúna fuerzas y tire por fin de la manta.
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