viernes, 25 de septiembre de 2020

Roma, ciudad abierta (1945)

En medio de la destrucción puede nacer arte. Aún coleaba la segunda guerra mundial cuando en enero de 1945 Roberto Rossellini comenzó a rodar “Roma, ciudad abierta”. La capital italiana había sido liberada apenas seis meses antes, en junio de 1944 y en agosto, el director italiano ya se lanzaba  a crear el guión junto a otros colaboradores, entre ellos, Federico Fellini.


Cartel con los protas Magnani y Fabrizi.

La historia es simple. Durante la ocupación, la resistencia partisana se mueve esperando la ayuda americana.  El comandante Bergmann(Harry Feist)  pretende cazar al ingeniero comunista Manfredi (Marcelo Pagliero), uno de los líderes de la resistencia. Manfredi busca refugio en casa de un camarada, Francesco (Francesco Grandjacquet), donde vive la enérgica Pina (Anna Magnani), madre de un niño travieso al que sermonea el párroco, don Pietro (Aldo Fabrizi). Para cazar al ingeniero, la mejor manera es su novia, Marina (Maria Michi), una actriz morfinómana.



La historia no está basada en personas reales concretas, pero sí se basa en historias de la lucha anónima contra el dominio alemán y la connivencia de los fascistas italianos. Como suele ser habitual en las luchas contra un enemigo común, gentes de ideologías contrarias  como Manfredi, comunista y don Pietro, párroco católico, confraternizan admirablemente.




Los protagonistas indiscutibles de la peli, tal y como rezan los títulos de crédito son Aldo Fabrizi (Don Pietro, el párroco) y Anna Magnani (Pina,  la enérgica mujer que encabeza el asalto a las panaderías). 

Punto álgido de sus carreras artísticas.

Ambos actores estaban en su época de esplendor. Anna Magnani era una soberbia actriz que se comía la pantalla.  La escena en la que sale corriendo hacia el camión que se lleva a Francesco es bien conocida. Aldo Fabrizi era un cómico que formó dúo con Totó en innumerables pelis. En esta cinta, en cambio, Fabrizi hace el papel de cura que colabora con los partisanos y también tiene su punto dramático, sobre todo en los últimos momentos de la cinta.


Pina corre tras el camión de prisioneros.

La peli advierte al principio que cualquier parecido a la realidad es pura coincidencia pero, también es cierto que se basan en historias de la lucha clandestina contra esos malvados nazis. A los colaboradores nativos, tan de Mussolini,  los deja de lado, por si acaso. Primero están los varones, claro, ya lo dicen los niños de la peli, que reconocen que una mujer puede ser valiente, pero para eso hay roles quellevan milenios. Así tenemos a  los esforzados hombres-héroes:  Manfredi, Francesco y hasta don Pietro;  Pina, la valiente mujer que asalta panaderías, es una heroína, sí, pero porque tiene coraje y valor. Marina y Lauretta (Carla Rovere), las actrices, son débiles mujeres (Marina) o tontas de remate (Lauretta).  

La brava mujer del pueblo lucha contra todos los enemigos.

Y luego, claro, están los malos malísimos. El comandante Bergmann, un refinado criminal uniformado que va de científico que se queja de lo que gritan los italianos cuando los torturan. Se queja al jefe de la policía, un italiano fascista que transige con lo que manda el alemán. Bergmann es un tipo, como he dicho, refinado, de buenas maneras, casi podríamos decir que un pelín afeminado. Al menos, juega con la idea de la maldad homosexual, tan al gusto de la época. Donde esto queda reflejado de una manera patente es en el papel secundario de la mala, malísima. Vestida de negro, su primera aparición es tras una cortina de humo, como un ser del averno, y cae sobre Marina. 

Bergmann e Ingrid, los malísimos de ¿La cáscara amarga?

Ingrid (Giovanna Galletti), oscura nazi y traficante de morfina, insinúa ser la lesbiana terrible a la que hay que tener miedo. Tan mala como la madrastra de Blancanieves.  Esa idea subliminal de la maldad homosexual en Bergmann y , sobre todo, en Ingrid, es chocante quizá en nuestra época, pero muy pedagógica en otros tiempos. No perdían el ídem.

 

Manfredi y Marina, una pareja en dificultades.

Se dice que esta de Rossellini, primera de la trilogía sobre la guerra que rodó, junto a Paisà  (1946) y Germania, anno zero (1948), es la peli que inauguró el llamado neorrealismo italiano junto a cintas como “el ladrón de bicicletas” de Vittorio de Sica (1948). Estas cintas en las que la crudeza de la vida se plasma de manera protagonista, para contrarrestar, quizá, el estilo fascista que remarcaba  historias heroicas alejadas de la realidad.  Algo sabrían directores como Rossellini que, durante el fascismo, rodaban historias, en su caso, documentales,  tal y como las marcaba el Mussilini way of life.

Francesco intenta escapar.

No se puede decir que esa idea de rodar tanto en amplios planos exteriores fuera una idea preconcebida. Lo que ocurría realmente es que no había estudios donde rodar, ya que, hasta esas envidiables instalaciones de Cinecittà, creadas por Mussolini para competir con Hollywood,  se habían reconvertido en campo de prisioneros nazi  y todo su material y archivos fueron rapiñados y transferidos  a  Berlín. Para acabarlo de arreglar, la aviación aliada la destrozó durante los bombardeos.  Así que rodar planos de guerra en una ciudad machacada por las bombas reales le daba una pátina de realidad impagable, al igual que pasó en la Viena destrozada en la que rodó Carol Reed su “el tercer hombre”.

Escena final.

De las ruinas de la guerra sale la primera de las muchas películas de ese cine italiano que tanta aceptación tiene en España, quién sabe si porque su cultura y sus maneras son tan propias del mismo mar que baña sus costas.


Juli Gan.

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