viernes, 20 de junio de 2025
Sirat
Aunque no soy de las que se emocionó con O que arde, fui con expectativas altas a ver Sirat: Premio del Jurado en Cannes, excelentes críticas, ¡incluso le gustó a Boyero! Bueno, no es fácil resumir en pocas palabras esta película. ¿Me ha gustado? Gustar no es un verbo que acompañe muy bien a Sirat. Me ha impactado, me ha sobrecogido, me ha emocionado, pero ¿gustar?
Ya habréis leído la sinopsis: un padre (Sergi López) y su hijo (Bruno Núñez) aparecen por una rave en Marruecos buscando a su hija y hermana, de la que no saben nada hace seis meses. La joven es aficionada a este tipo de fiestas y con una mochila llena de fotos, padre e hijo (Luis y Esteban) emprenden un viaje en su busca.
La película es muy potente visualmente, los paisajes son impresionantes y vives totalmente la historia. No he estado en una rave en mi vida, pero Oliver Laxe consigue meterte en ese ambiente que, al menos para mí, resulta totalmente ajeno.
La historia comienza como una road movie. Luis y Esteban deciden seguir a un grupo de ravers que van a otra fiesta al sur del país, cerca de Mauritania. Antes de emprender el viaje, se empiezan a ver algunos aspectos que indican que algo pasa en el mundo: el ejercito desaloja la fiesta, en la radio se oyen noticias que hablan de una guerra mundial. Pero los protagonistas permanecen ajenos al mundo exterior, viven por y para su propia historia. Vas siguiendo el viaje como si tú también te hubieras tomado algo. No se oía ni una tos en el cine. Y de pronto, todo toma una deriva apocalíptica y entiendes el sentido del título: en la cultura musulmana, Sirat es un puente entre el paraíso y el infierno, estrecho como un cabello y afilado como una espada. Y por ahí van a transitar los personajes de la película durante el resto de la historia.
Quizás es mejor ir a verla sin saber nada, que te coja por sorpresa, pero es imposible comentarla sin hacer referencia a que es sobrecogedora. Los actores están maravillosos, tanto Sergi López y el niño Bruno Núñez, como todo el grupo de ravers, que no son actores, sino que pertenecen a ese mundo.
Al salir del cine, estaba desconcertada. Pensaba ¿qué nos ha querido contar el director? He buscado entrevistas que le han hecho y, si queréis que os diga la verdad, creo que no vamos a ser amigos. Tiene un discurso sobre que el cine se ha banalizado, todo es entretenimiento de ver comiendo palomitas o en el sofá de tu casa y él pretende hacer historias conmovedoras, que te remuevan por dentro, que te sacudan. Hasta ahí bien, compro cine solemne, pero un director que dice cosas como “hay una dimensión de servicio en mi obra y me parece sano invitar al espectador a este ceremonial que es Sirat” me irrita, no lo puedo evitar. O perlas como esta: “Tengo intenciones y hay un propósito masculino de expresar cosas, de ejercer de autor y poner mi falo encima de la mesa, pero luego confío en las imágenes y en su dimensión sutil, polisémica, esotérica, lírica o femenina”. Me parece estupendo hacer cosas profundas, solemnes y cargadas de significado, pero prefiero que la persona que está detrás sea más humilde, más sencilla. Porque hay algo de esa grandilocuencia que se cuela en la película y pese a ser grandiosa y espectacular, para mí tiene algo que rasca, que no me acaba de gustar.
Con todo, os animo a verla porque tiene méritos suficientes y a lo mejor no compartís mi punto de vista. Mira lo famoso que se ha hecho Lars Von Trier y, si yo fuera productor, no habría hecho ni una peli conmigo. Un último comentario, sesudo como todos los míos: si me pierdo, no me busquéis nunca en una rave.
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