Dejemos de odiar y aprendamos a disfrutar de las cosas
(palabras pronunciadas
por Samuels,
el judío asesinado en Encrucijada de Odios).
Edward Dmytryk, nacido en Canadá como hijo de
emigrantes judíos ucranianos, se inició como director de cine a
partir de 1935. Militante comunista de firmes convicciones, en los
años cuarenta, la época de sus mejores películas, sus obras
tomaron un decidido carácter social -Los hijos
de Hitler (Hitler´s children,
de
1943),
Tras el sol naciente (Behind the
rising sun,
también de 1943) y Hasta el fin del tiempo (Till
the end of time, de
1946)- que culminó en 1947 con la antirracista
Encrucijada de odios (Crossfire).
Pero Encrucijada de odios no es solo un decidido
alegato antirracista, sino que sobresale especialmente porque en ella
Dmytryk, que también pasará a la historia del cine
por haber rodado en 1944 uno de los grandes clásicos del cine
negro, Historia de un detective (Murder my
sweet), consiguió aunar denuncia social con el mejor y más
clásico cine negro.
La
película es
una adaptación de una novela del guionista, y luego
director, Richard Brooks (del que ya comentamos su
colaboración con John Huston en el guion de Cayo
Largo).
La novela trata de un asesinato homófobo en un ambiente militar. Sin
embargo, el libro de Brooks, The brix
foxhole, fue modificado en el
guion por John Paxton, de manera que el asesino de la
película actúa empujado por odio antisemita en lugar de por odio
hacia los homosexuales. En aquellos años la homosexualidad era un
tema tabú en Hollywood (recordemos que toda la producción
cinematográfica estaba sujeta a las estrictas reglas morales del
código Hays); además, en el momento en
el que se rueda la película, los horrores antisemitas del régimen
nazi estaban siendo ampliamente publicitados y también juzgados por
tribunales Aliados, por tanto era un tema de actualidad.
Hay que tener en cuenta, además, la importancia del lobby judío en
Hollywood que vería, inicialmente, con buenos ojos la denuncia del
antisemitismo. Más tarde, cuando se impusiera en Hollywood “la
caza de brujas”, ese mismo lobby (tan bien estudiado por Neal
Gabler en su libro Un imperio propio. Como los judíos
inventaron Hollywood), compuesto fundamentalmente por
emigrantes judíos de la Europa central y del Este que, desde unos
orígenes paupérrimos, habían logrado el éxito económico y social
a base de mucha iniciativa y duro trabajo, se sumó al sector
conservador que identificaba crítica al sistema con subversión; y
esos judíos, que para huir de sus miseros orígenes se habían
cubierto de una capa de americanismo y habían contribuido
decisivamente a crear y difundir el american way of life a
través de sus películas, abrazaron
con entusiasmo la persecución
anticomunista y proscribieron
de Hollywood a cualquier sospechoso de profesar esa ideología, a no
ser que hiciera pública apostasía de ella, como fue el triste caso
de Edward Dmytryk.
Volviendo a comentar la película, el cambio de la motivación del
asesino respecto a la de la novela original no tiene demasiada
importancia en cuanto al alegato fundamental: la denuncia de como
“Los ignorante se ríen de las cosas que son diferentes; de
lo que no comprenden. Sienten miedo de las cosas que no comprenden y
las odian”, en palabras de Finlay, el capitán
de la Brigada de Homicidios (Robert Young) que
investiga el asesinato de un ex combatiente judío a manos de uno de
los tres soldados con los que había entablado casualmente
conversación en un bar.
Finlay, para determinar quien es el asesino entre los
tres posibles sospechosos, busca la motivación del asesino y la
encuentra en ese odio irracional que algunas personas sienten hacia
lo que consideran una amenaza por ser diferente “… un día
matan a irlandeses católicos (como
el propio abuelo de Finlay), otro a protestantes,
otro a cuáqueros. No pueden parar”.
Y esa es una de los grandes aciertos de esta película: poner en
evidencia la irracionalidad de algunos seres humanos, que necesitan
chivos expiatorios en los que volcar sus frustraciones vitales.
Dmytrik deja claro en su película que ese tipo de
mentalidades son fruto de la ignorancia. Lo pone en boca del sargento
Keeley (Robert Mitchum) -cínico, culto e
inteligente- cuando condena los prejuicios de uno de los sospechosos
diciendo: “creo que Monty debería leer un poco más”.
Pero, como ya señalamos, Encrucijada de odios no se
limita a ser una gran denuncia antirracista, sino que encuadra esta
denuncia en el marco de una estupenda película de género negro, con
su estética neorrealista, sus ambientes estrictamente nocturnos y
sus personajes al límite. El inicio de la película, con el
asesinato principal narrado a través de sombras en una pared, es uno
de los mejores del género negro (tan bueno, sin duda, como el de La
carta o el de Los sobornados, por poner
ejemplos magníficos).
Las dos líneas de investigación, la oficial llevada a cabo por
Finlay, y la oficiosa
practicada por el sargento Keeley, nos van presentando
una serie de perfiles humanos propios del género negro: el violento
Montgomery (un estupendo Robert Ryan, que
conseguiría con este papel lanzar su carrera), el
agobiado soldado Mitchell (George Cooper),
principal sospechoso del asesinato, aterrorizado por su inminente
vuelta a la vida civil.
Destaca también Gloria Grahame,
todavía sin la madurez que mostraría unos años después en Los
sobornados y en Deseos humanos, pero que ya
hace una interpretación tan notable de “buena-chica-mala” como
para que fuera premiada con una nominación al Óscar
de Mejor actriz de reparto (la película obtuvo otras cuatro
nominaciones: al Mejor actor de reparto (Robert Ryan),
a la Mejor dirección (Edward Dmytryk), al mejor guion
(John Paxton) y a la Mejor película.
Pero también el tercer Robert del trió de actores
protagonistas, Robert Young, realiza una de sus mejores
interpretaciones cinematográficas como capitán Finlay,
el hombre cansado, que ha visto muchos horrores a lo largo de su
carrera, pero que “Tiene la mente de un perro de caza”,
según Keeley y como tal no abandona el rastro hasta
conseguir su presa. El hombre metódico que trabaja de la única
manera que sabe: “Reúno toda la información posible, aunque
la mayor parte no sirve”.
Y frente a él, llevando a cabo una investigación paralela, el
inteligente y cínico sargento Keeley, que basa su
convencimiento de que es imposible que su amigo, el soldado Mitchell,
sea el asesino en su conocimiento de la naturaleza humana: hay seres
humanos que no pueden matar bajo ninguna circunstancia, como es el
caso de Mitchell, y otros que si lo pueden hacer, como
él mismo lo ha hecho, aunque haya sido en lugares “donde dan
medallas por ello”, marcando
así la diferencia entre el asesinato socialmente aceptado y el
punible; es una crítica implícita
al militarismo
que aperece también en otra frase que pronuncia el mismo Keeley
“Un soldado no sabe adonde ir sino se le ordena. Si no sale
a pasear se volvería loco”.
Mitchum está espléndido en esta versión militar del
detective lúcido y desencantado (a la manera de ese mítico Marlowe
que años después también encarnaría), cínico pero amigo
de sus amigos y siempre dispuesto a empujar los margenes de la ley
para acomodarlos a lo que él considera justo. 1947 fue un gran año
para Mitchum, en él se estrenaron tres de sus mejores películas:
Encrucijada de odios, Retorno del pasado y
Perseguido
(una curiosa mezcla de género negro y wéstern
firmada por el gran Raoul Walsh).
A
partir de ese año Mitchum se
convirtió en una gran estrella de Hollywood, aunque sus adicciones y
peculiar personalidad harían que su carrera posterior se
caracterizará por la alternancia de grandes películas con otras
totalmente prescindibles.
Encrucijada de odios fue de los últimos ejemplos de
cine crítico en el Hollywood de aquella época. El mismo año de su
estreno inició su andadura la Comisión de Actividades
Antiamericanas con el objeto de depurar toda corriente subversiva del
mundo cinematográfico.
De aquellos a quienes la Comisión llamó a declarar ante ella, hubo
diez que se negaron a responder sobre su filiación política
acogiéndose a la Primera Enmienda. Entre esos diez estaban Edward
Dmytryk, director de Encrucijada de
odios, y Adrian Scott, productor
de la película.
Los Diez de Hollywood fueron condenados a una multa de
mil dólares y a un año de cárcel en una prisión federal; la
condena llevaba añadido la expulsión de Hollywood a menos que se
retractaran de su ideas y denunciaran a compañeros ante la Comisión.
Dmytryk estuvo unos meses en la cárcel, pero después, bien porque
no fuera capaz de soportarla o porque temiera el ostracismo que la
condena llevaba aparejada, o por otros motivos que ignoramos, aceptó
declarar ante la Comisión y delató a 26 antiguos compañeros.
Después se exilió en Gran Bretaña.
Hasta 1975 siguió dirigiendo películas (murió a los noventa años,
en 1999), pero no volvió a alcanzar la excelencia que había logrado
en los años cuarenta. De esos años posteriores, quizás su mejor
película sea otra antirracista, el wéstern Lanza rota (Broken
lance, de 1954.
Yolanda Noir
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