Me llamo Noemí y me gusta la tele
Léase
esto con voz de alcohólica anónima y visualícese con una franja negra sobre mis
ojos. ¿Por qué? Porque a veces es precisa una previa declaración de
culpabilidad antes de declarar que te gusta la tele. Pero así es: señoras y
señores, ME ENCANTA LA TELE. Me chifla.
Y
permítanme, antes de proseguir, un inciso sobre los tremendos prejuicios que
arrastramos en este asunto. Veamos. Cuando yo digo que me gusta el cine, nadie
supone que me gusta TODO el cine; se da por hecho que hay películas que adoro y
otras que detesto. Nadie me replica “¿Sí? ¿Te gusta el cine? ¿Te gusta Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera?”
Sin
embargo, cuando digo que me gusta la tele, casi todo el mundo me lanza una
pregunta sobre la mal llamada telebasura. Y no, señoras y señores, dejando
aparte el temazo de la (repito) mal llamada telebasura, que se merece todo un
post, declaro que NO: no me gusta TODA la tele, como no me gusta todo el cine
ni toda la música ni toda la literatura.
¿Ha
quedado claro? Vale, pues vamos al lío. Dado que me gusta tanto la tele y tanto
el cine, por fuerza tengo que ADORAR las pelis sobre televisión. Y una de mis
favoritas es “Quiz Show (El dilema)”, de Robert Redford.
Es-cán-da-lo, es un escándalo
Quiz Show está basada en el libro Remembering America: A Voice From the Sixties,
que recoge las memorias de Richard N. Goodwin, un letrado que hizo una
brillante carrera política en los Estados Unidos. Goodwin comenzó como
funcionario en el Congreso y, recién salido de Harvard, le tocó investigar
varios escándalos acaecidos en concursos televisivos de preguntas y respuestas.
A
mediados de la década de 1950 la televisión era la nueva reina de los hogares
estadounidenses, los concursos de cultura general arrasaban en las audiencias y
sus protagonistas se convertían en tremendos ídolos populares. En tal contexto
esplendoroso cayeron como un jarro de agua fría las denuncias de amaños de
varios exconcursantes de Twenty One y Dotto.
El dilema se centra en lo sucedido en uno de
estos concursos, Twenty One (El Veintiuno).
Charles Van Doren, el chico de oro
A
finales de la década de 1950 Herb Stempel arrasaba en El Veintiuno. Herb era un joven padre de familia, judío de
Queens, de orígenes humildes. Había sido el típico niño con gafas, empollón,
sabelotodo, nada popular en un barrio “durito”, que inesperada y repentinamente
se había convertido en un héroe, un ídolo mediático, porque respondía acertadamente a todas las preguntas del concurso. Gracias a la televisión,
la gente lo adoraba por la misma razón por la que antes lo detestaba.
El
bueno de Herb reina en las audiencias hasta que deja de hacerlo: cuando los
índices emprenden una curva descendente, la cadena de televisión y el
patrocinador de El Veintiuno, un
complemento alimenticio llamado Geritol (impagables los espacios publicitarios
viejunos), comienzan a buscarle un reemplazo y, envuelto en un halo luminoso,
se les aparece Charles Van Doren.
Van
Doren era el yerno que toda madre querría para su hija; e incluso para su hijo:
rubio, guaperas, patricio, hijo de intelectuales de Manhattan, profesor
universitario… Los productores creen haber dado con la gallina de los huevos de
oro y preparan minuciosamente su enfrentamiento televisivo con Stempel, en el
que este cae derrotado de manera sospechosa al fallar una pregunta muy fácil.
Van
Doren comienza, pues, su reinado, hasta que las denuncias de Stempel hacen
saltar todo por los aires.
La moraleja
Quiz Show nos hace ver, una vez más, que la
tele es esencialmente entretenimiento, aunque revestido de otras cosas
(cultura, deporte, política, lo que sea) y que, salvo en raras ocasiones
(televisiones públicas que no dependen en tan gran medida de los ingresos por
publicidad), todo lo supedita a las audiencias; ergo hará lo que sea para
elevarlas, para mejorarlas; lo que sea; y eso supone pisotear la ética, mentir,
manipular, corromper, amañar… Esto es, comportarse de manera terriblemente
cruel.
Puede
que lo más cruel de la peli sea la diferencia de trato que los productores de El Veintiuno dispensan a Stempel y a Van
Doren: judío de Queens, inestable, gafoso, empollón y resentido social versus
guapo de Manhattan, joven, rico, patricio y brillante.
Y
la moraleja final puede resumirse en que todos somos corrompibles; todos, hasta
los más nobles, los más elitistas, incluso quienes no necesitan una manita de
ayuda para triunfar en la vida, porque ya nacieron con casi todo. Y a casi
todos nos encanta que nos admiren y nos dejamos adular, dejamos que nos hagan
la ola, que nos pudran de halagos y nos hagan creer que somos sandiós.
Porque
los corruptores son hábiles. Los corruptores no se presentan un buen día ante
la puerta de nadie y le dicen “te pagamos esta cantidad de dinero a cambio de”.
No. Se acercan con otro discurso, con otra excusa, y te van envolviendo, te van
atrapando en sus sutiles redes hasta que ¡pam!, caes y te ves haciendo lo que
quieren que hagas. El dilema muestra a
la perfección este proceso lento, paciente y delicado, inapreciable casi, que
lleva a un hombre tan íntegro y honrado como cualquiera, a la más vulgar
infamia.
Ficha técnica (filmaffinity.com)
Título original Quiz Show
Año 1994
Duración 130 min.
País Estados Unidos
Guion Paul Attanasio
Música Mark Isham
Fotografía Michael Ballhaus
Reparto Ralph Fiennes, Rob Morrow, John Turturro, Paul Scofield, Mira Sorvino, Allan Rich, David Paymer, Hank Azaria, Christopher
McDonald, Johann Carlo, Elizabeth Wilson,George Martin, Paul Guilfoyle, Griffin Dunne, Martin Scorsese, Barry Levinson, Illeana Douglas, Ethan Hawke
Producción Hollywood Pictures, Wildwood Enterprises,
Baltimore Pictures