¿Por qué?
Este
artículo me lo ha inspirado otro, aparecido en la revista Spectres du cinéma, que hablaba de cuatro filmes de Woody Allen que
exploran el tema de la culpa y el castigo: Delitos
y faltas (1989), Match Point
(2005), Blue Jasmine (2013) e Irrational Man (2015).
El
artículo de Spectres comenzaba
preguntándose por qué Jasmine acaba sola, sin dinero y mentalmente
desestabilizada, sentada en un banco de un parque; y por qué, en cambio, Chris,
el protagonista de Match Point, o el prestigioso oftalmólogo de Delitos y faltas, no acaban sentados en
el mismo banco; por qué también el personaje de Irrational Man no recibe idéntico tratamiento.
¿Moral? ¿Qué moral?
Contesta
a esas preguntas Eyquem, quien firma el artículo de Spectres, algo que ya sabíamos: que Allen muestra una gran
habilidad al revelar la mezquindad humana, la mentira, las artimañas, las
manipulaciones de las que somos capaces; ahora bien, a la hora de moralizar,
nos encontramos con el vacío. La moral es precisamente la ausencia de moral:
los asesinos se van de rositas, quedan impunes, los crímenes cometidos apenas
les crean mala conciencia o, si en algún momento esta los abruma, con el
tiempo ese peso se va aligerando hasta desaparecer.
No hay ningún dios vengativo ni justiciero que atrape a los criminales, ni misericordioso que salve a la humanidad. No hay bien ni verdad; solo intereses, pasiones y apetitos que no regula ningún principio. Algunos triunfan, se hacen ricos y famosos, llevan una vida palaciega y desayunan con champán, pero no gracias a sus méritos, sino solo gracias a la suerte.
Al
principio americano del tú puedes,
del si te esfuerzas, lo consigues,
Allen añade: sí, pero, además, la suerte
tiene que estar de tu parte. Y ese añadido resulta destructivo, pues anula
por completo la premisa.
Así,
el protagonista de Match Point se salva
de un buen lío gracias al crimen y a la mentira, la suerte le sonríe, la
partida le es propicia. Jasmine, sin embargo, lo intenta igualmente; quiere una
vida regalada, está convencida de haber nacido para ello. Cuando está a punto
de conseguirlo del brazo de un embajador, la mala suerte pone en su camino a
una persona que desvela sus mentiras y de nuevo queda sola, arruinada y en la
calle. ¿Qué explica que uno triunfe y la otra no? Nada.
Ni determinismo genético ni social
El
éxito o fracaso de estos personajes no depende de su origen social ni de una
sociedad que premia a los fuertes y alimenta el egoísmo en general. Que
provengan de un medio social desfavorecido no les impide triunfar; ni siquiera
a Jasmine, que alcnza cumbres sociales habiendo partido de muy abajo. Y
viceversa: su medio privilegiado no los protege del fracaso. El mismo ascensor
que eleva a unos hace descender a otros: es la suerte y nada más.
Tanto
Jasmine como su hermana son adoptadas y culpan a los genes de sus éxitos y sus
fracasos: “Has heredado buenos genes”, le dice a Jasmine su hermana. Pero los
genes, que se supone que deben explicarlo todo, en realidad no explican nada;
es solo una manera de decir que nada condiciona el destino; es el nombre que le damos
a la ausencia de explicación. A posteriori sí pueden analizarse las causas de
un éxito o un fracaso, pero solo a posteriori.
¿Más filosófico que político?
La
vida no es justa. Aceptémoslo. Enseñémoselo cuanto antes a nuestras hijas e
hijos, para que vayan aprendiendo, para que lo vayan asimilando. Que tengan
presente, sin embargo, que no es culpa suya, sino el resultado del libre juego
de los egoísmos y las ambiciones personales, arbitrado por el destino, que se
inclina en un sentido favorable o desfavorable, sin ninguna razón.
Esto
opina Eyquem en Spectres:
No es que la sociedad sea injusta y nos trate
desigualmente según nuestro estrato; es la vida misma. Por eso Allen no denuncia
las desigualdades sociales, sino que simplemente habla de la mala suerte, de los
golpes del destino que te alcanzan o te evitan, según el capricho del momento.
Allen se da cuenta perfectamente de que hay pobres y
ricos, y que es mucho mejor ser rico y guapo que pobre y feo. Pero en Blue
Jasmine sugiere también que no existe ninguna palanca, ningún mecanismo que
altere ese orden de cosas, pues la injusticia es ese mismo orden. Es más: este
orden injusto es en el fondo esencialmente justo, porque iguala las condiciones
de todos; es una perfecta igualdad de oportunidades, porque son las mismas para
todos, ya que no tienen ninguna razón. Es un orden profundamente justo en su
injusticia. No recompensa ni castiga: simplemente sucede.
Quienes llegan a la cumbre carecen de escrúpulos, son
verdaderos sinvergüenzas. Pero quienes fracasan no son mejores; son igualmente
egoístas y mentirosos. La única diferencia es que la suerte no les ha sonreído.
Les queda el consuelo de pensar que “en realidad” no querían triunfar, que se
conforman con ser lo que son y que es vano y presuntuoso querer ir más allá. A
la falta de suerte la llaman virtud. Ya lo decía Allen en Annie Hall: “Quizás
lo que hay que hacer es no esperar demasiado de la vida”.
La
diferencia entre verdugos y víctimas es en la mayoría de los casos el género:
en tres de los filmes un hombre comete un crimen cuya víctima es una mujer. Sin
embargo, de todos los personajes, la que sale peor parada es Jasmine, la única
mujer, a pesar de no ser la culpable directa y ser al tiempo también ella
víctima. Aquí Allen, aunque a su estilo, quizás sí se nos ponga un poco
político.
Porque
no solo hay contenido político cuando se denuncian las diferencias; basta con
mostrarlas. Y Allen las muestra, pero a su sutil y peculiar manera. No es Ken
Loach.