viernes, 4 de octubre de 2024

El Conde de Montecristo

 


Me habían llegado noticias de la existencia de esta película francesa, la enésima revisión del popularísimo relato de Alejandro Dumas, especialmente a partir del artículo publicado en este mismo blog por nuestra compañera Carmen R. Pero yo no le había hecho mucho caso; no al artículo, no; al artículo sí le hice caso. No hice caso a la película, en general, quizás porque el genial artículo de nuestra compañera no era precisamente elogioso.

Hasta este verano. Hasta agosto, concretamente, cuando pasé unós días en Francia y pude comprobar cómo el cartel de la película (el afiche, decía mi madre, sin saber que utilizaba un galicismo que también se usa en euskera: afixa), con un primerísimo plano del rostro trágico de Pierre Niney, lucía en todos, absolutamente todos, los cines: en las multisalas de ciudad y en los deliciosos teatros únicos de los pequeños pueblos. En Francia El Conde de Montecristo ha sido una sensación, un taquillazo, y no es para menos.

Así que voy a discrepar un tanto de nuestra sabia compañera Carmen R., voy a intentar de hablar de otras cosas que su erudito artículo no mienta y os voy a explicar por qué esta película posee todos los ingredientes y cumple todos los requisitos para convertirse en un clásico del cine histórico de aventuras.

Primero, y obvio, quizás demasiado obvio, porque es El Conde de Montecristo, estúpido; un relato que ha cautivado desde su publicación, que se ha revisitado en todos los formatos (cine, radio, televisión, tebeo, audiolibro…) y que no deja de gustarnos porque nos conecta con el argumento universal del príncipe caído a los infiernos que consigue escapar de un destino nefasto y regresa envuelto en gloria para vengarse o para restituir la justicia. Con variantes, es la historia de Ben Hur, la del jorobado de Lagardère, relatos todos ellos que forman parte de nuestro sustrato literario y audiovisual y nos agradan, en parte, porque nos enlazan a nuestra infancia.

La traducción del filme al español ha ayudado a reforzar ese vínculo, al dar los nombres de los protagonistas en español, según los antiguos usos. Así, Edmundo Dantés sigue siendo para nosotros Edmundo Dantés, y no el Edmond Dantès original, Fernand Mondego se convierte en Fernando y así todo mantiene ese toque de antaño.

Segundo, El Conde de Montecristo triunfa porque es una superproducción. Dicho de manera técnica, ahí han metido pasta que lo flipas. No han reparado en gastos y me parece muy bien, porque eso es lo que hay que hacer cuando te enfrentas a un proyecto así de ambicioso: mete dineros a tope; y si no, no lo hagas.

Aquí me han hecho caso. Se han dicho: “A por todas, a lo grande, en plan americano”. Dicho y hecho, lo han conseguido. No tiene nada que enviar esta producción a las hollywoodenses del estilo. Está a su altura en muchos aspectos y el principal es el que os digo: que se han dejado la pasta. Sin una superinversión, el cine europeo no habría alcanzado nunca estas cotas.

Y estos niveles americanos me llevan al tercer motivo del éxito de El Conde de Montecristo.

Tercero, porque, con toda humildad, el filme hace cariñosos guiños a otras superdroducciones americanas de aventuras. Ya he citado Ben Hur, el regreso y el ansia de venganza o de justicia. No puede una tampoco dejar de pensar en Batman, al ver a este noble solitario, siempre vestido de negro, tan estilizado él, en su magnífico castillo tan extravagante como lujoso, rodeado de colaboradores recolectados acá y allá de unas vidas tan trágicas y aventureras como las de su mentor.

Tiene también el protagonista algo de superagente secreto que sabe hacer de todo y todo lo hace bien. Como James Bond, como Jason Bourne, ha tenido un largo, muy largo, periodo iniciático al lado del abate Faria, en el que ha aprendido multitud de lenguas, ha aprendido a luchar, a disparar y todo lo que resulta necesario para ser el héroe solitario perfecto.

Y hasta Indiana Jones nos viene a la mente en algunas escenas. Interpreto estos pequeños homenajes como una humilde manera de hincar la rodilla, rendirse ante la superioridad americana e intentar imitar, recrear y aprender todo lo que se pueda.

Y el cuarto motivo viene dado por una multitud de buenos ingredientes, más o menos esenciales o complementarios. Ante todo, una banda sonora verdaderamente épica; a ratos puede resultar un pelín machacona y repetitiva, pero sin duda cumple con sus pretensiones de grandiosidad. Su compositor, Jérôme Rebotier, ha compuesto para decenas de filmes franceses (también para cortos, documentales y series) y también tiene su discografía particular. Y, para no alargar demasiado este artículo, solo citaré a los eficientes intérpretes franceses: sólidos, discretos, sobrios y de evidente formación clásica.

Por acabar con algunos peros a la película, diré que tres horas de metraje son demasiadas, que media horita menos habría encajado mejor y que algunas escenas se alargan demasiado; por ejemplo, para mí siempre son excesivamente largas las luchas y las peleas, incluidas las de espadachines, por mucho que aprecie su estilizada coreografía.

Y eso es todo, amigas. Ha sido una hermosa sorpresa de fin de verano este rencuentro con mi mundo literario de la infancia, de la mano de una película que, estoy segura, veré con gran placer unas cuantas veces más.

Os saluda vuestra amiga


Noemí Pastor